IV
Había
una vez, en una ciudad pequeña, cercanamente a la costa (digámoslo así), y
rodeada o cercada por una gran herradura de arena; una ciudad que por la falta
de arquitectura, probablemente, su gente sea carismática y sencilla; donde el
comercio es la vena que genera la vitalidad en las calles de angostas pistas y
empolvadas veredas; las cuales se extienden sin orden aparente como lo harían
las ramas de su árbol típico, que pronunciándolo comienza como el llanto a boca
cerrada y termina, radicalmente, en una sonrisa amplia; y el color de los pétalos
dan el tono emblemático a todo su orden de ciudad; que a pesar de ser chica y,
como ya se dijo (y se recalca)de poca arquitectura, tiene un encanto particular
que se remarca por las mañanas con la humedad, cuando aún las luces de los
postes no se apagan; y es con ese escenario típico y regional, que un joven
(aparentemente, la distancia y la neblina dificultan la visibilidad) conoce a
una joven; los pormenores quedan de lado y algunos quedarán plasmados por la
hora o el destino; «por qué no lo dejan, suéltenlo» dijo la joven levantando un
poco la voz, al ver a aquel joven magullado de tantos golpes recibidos por los
hombres que resguardaban la seguridad de una discoteca; «qué tienen contra un
hombre que solo quería orinar..» alcanzó a decir el joven desde el suelo en
tanto los de seguridad no se le desprendían, «ya, déjenme… carajo, no soy un
puto delincuente… soy poeta mierda…»; y quizá de tanto reclamar o porque ya no
era molestia, los hombre de seguridad lo dejaron a un costado como si fuera
otra bolsa más de basura, «quédate ahí y poetiza todo lo que quieras, pueta,
pero no regreses»; el joven en el suelo boca arriba abrazaba una gran bolsa de
basura, movía lento la cabeza sin mirar alrededor, parecía, y verlo así
imposibilitado, recordó la sensación tu pudo haber sentido Gregorio Samsa al
despertar esa mañana y verse convertido en un horroroso insecto; y aunque estar
boca arriba era mejor que todo lo contrario, perdió por un momento la orientación
y pidió ayuda que llegó a sonar algo extraño e ininteligible, entonces la joven
desenfadadamente se acercó, le sujetó la cabeza con la mano apoyada en su
muslo, y aprovechó a preguntarle, «qué pretendías, no entiendo… casi no la
cuentas»; la oscuridad lentamente se disipaba, la joven siguió inquisitiva con
sus interrogantes «¡contéstame!, ¿cómo
estás?», «ya ni sé, pero; hola» dijo el joven, contemplando el rostro de
alguien que no conocía y que no trataba de buscar en su memoria, que por ese
momento estaba fuera de servicio, y solo se quedó recostado por un momento más
en tanto recuperaba alguna energía en el frío suelo; la joven lo miraba, lo
contemplaba, sin extrañeza alguna, sostenía su cuerpo sin molestia, y una
paciencia así resulta extraña en circunstancias tales; «puedes levantarte, está
por caer la neblina» dijo la joven tocándolo con la otra mano, «gracias por tu
ayuda… estoy algo avergonzado de verme en este embrollo… y de que alguien noble como tú me
vea así» dijo el joven mientras se incorporaba ayudado por ella, «pierde
cuidado, si fueras un completo desconocido no me hubiera atrevido ni siquiera a
decir algo» contestó ella sin ánimos de reprimenda, «disculpa que no te ubique
todavía, recién salgo de la sobriedad… muchas gracias», «cómo te llamas» dijo
él en dirección a algún lado que sea arriba, ambos caminaron abrazados por las
circunstancias; todo fue una vez, alguna, en una pequeña ciudad.
07
de mayo de 2012
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