TRES
¿Llegará a mí la paz?, sera acaso en el último instante crítico, en un silencio precario y así podré liberarme, y todos, absolutamente todos, vendrán a buscarme sin ser llamados, sin necesidad a que los busque, en lo fortuito nace el miedo ajeno, y seré testigo en el peor sueño realizado fecundo, estaré ahí, impidiendo su paso para escapar. Los principios de la verdad no son justos, para nadie.
El celular suena. Pero dudo en contestar. Desde el otro lado, la voz tiene un tono limpio, y agudo. Solo dice cosas precisas y cuelga.
-Alberto es su nombre, es al que tienes que buscar. Es Alto, blanco y de cabello ondeado, de contextura parecida a la de un cerdo. Ya sabes… quiero.
Eso era todo, y colgó. Ahora tengo que encontrar un lugar arecido y encontrarlo y hacer mi trabajo. Nada más.
Busco un lugar donde pueda encender un cigarrillo y lo termino, y vuelvo a encender otro, y otro.
La impetuosa necesidad de caminar me ha dejado en una plaza, hago un recorrido alrededor, circularmente, luego busco un asiento libre donde pasar el tiempo hasta que sea un poco antes del ocaso. Sentado empiezo a revisar el arma, y cambio la cabina por otra completamente llena. Los diez milímetros serán suficientes, pero aún no me acostumbro a su peso y fuerza. Los preparativos los realizo bajo del abrigo. Ya lista la guardo hasta que sea el momento. El horizonte era la densa neblina esparcida y metida en los recodos de cada calle y esquina.
Los vagabundo tienen tomada ésta plaza, hay algunas bancas libres de ellos recostados. Uno pasa por delante y toma asiento en una, frente mío. Sentado de manera rígida, va ladeándose hacia su izquierda hasta recostarse, y no deja de observarme, como si algo de mis acciones le hubiese molestado.
–Caballero, Usted está sentado en mi banca, y no puedo, no puedo estar cómodo si no estoy en mi banca…–
El anciano de lo que estaba recostado se sentó mirándome, cruzando los brazos y movía de arriba abajo el pie derecho como si esperase una respuesta mía.
Di una mirada alrededor, hasta donde se podía divisar, y todas las bancas incluyendo la del frente y en la que me encontraba sentado, eran iguales. Volví el rostro hacia el anciano y su inquietud era como la de un niño, y seguro esperaba que me moviera. No entendí la razón y seguí en lo mío.
–Caballero, por favor se lo pido, podría sentarse en otro lado para poder sentarme ahí. Si quiere, siéntese aquí–
El anciano caminó un par de pasos delante de la banca, y se detuvo. Las diferencias que puedan existir de una banca a otra resultaban extrañas, pero discutir con alguien mayor por una banca resultaba aún más ridículo. Intercambiamos de bancas sin más; las pequeñeces logran agrandarse cuando la contrariedad prospera, por lo tanto es mejor eliminar una de las partes.
–Gracias. Usted es muy comprensible– dijo recostándose.
Luego de un momento, me sentí extraño, y no entendí porqué. La incomodidad que genera el ceder, toma su buen momento para disiparse como una flatulencia en un cuarto sin ventanas. El anciano enfrente estaba dormido, su calma llamó mi atención. El estaba dormido y para ello, desde sus posibilidades peleó por su bienestar. ¿Dónde quedé yo? ¿Cómo? La vista quedó fija en su rostro complacido, aquello resultaba cada vez más ofensivo, burlesco. Por una acción mecánica el arma apuntaba lista para destruir cualquier acto de oprobio, cada segundo tensaba la calma. El cuerpo me empezó a temblar de ira, sólo tenía que descargar la cólera en un solo instante. Por la cabeza empezó a recorrer un fluido fino y gélido. Una palpitación en mi sien, a cada momento aumento aumentaba mi pureza vil. Todos estamos condenados por nuestros pensamientos, y necesitamos ser castigados. El castigo viene a nosotros en un conjunto de suplicios diseminados, esperando el solo tropiezo para caer al abismo. Necesitamos ser castigados por nuestra soberbia, y nuestra impertinente queja. Contener todo este flujo torrentoso resultaba imposible, y simplemente, disparé. Disparé.
La banca cayó hacia delante. El anciano sin comprender lo sucedido siguió durmiendo. Nadie se daría por enterado quién destruyó la banca. Seguí sentado, esperando la hora adecuada. Acomodé el cuello y los botones en sus agujeros. La visibilidad por momentos se reducía más, la lluvia era más copiosa.
Ningún auto. Las luces, todas las luces estaban encendidas. Caminaba entre mucha gente. La velocidad lenta de los pasos caracterizaban a todas las personas que iban en la misma dirección por la misma acera. Ir a contracorriente resultaba imposible. La familiaridad de las calles está cuando se comparte el caos. Seguía las intuiciones palpitantes de la sien, las calles se hacían angostas en tanto adentraba fuera del cercado.