CUATRO
Rojo. Las grietas y el llano eran invadidas por lo
rojo, todo era rojo, –en esta noche sola y triste– un inmenso mar rojo
arremetía deslizándose por las comisuras, en los intersticios aledaños,
abarcando cada espacio libre de su consistencia. Avanza sin tregua, sin saber
de obstáculos, destruyendo y ahogándolo todo en su ímpetu.
La oscuridad es invadida por lo rojo, y todo se
uniformiza a ese color viscoso y denso –en esta noche solitaria escuchando el
corazón, tu corazón, traído por el viento, acaricio tus latidos, y así como vienen,
el placer también es pasajero y dichoso–, estoy en ese rojo, sumergido,
arremolinado, y, aún no muerto, revuelto de mí, e insano todo desencadena en
confusión y sé por ratos que cada herida alimenta ese mar furioso por todos sus
lados.
El rojo a cada golpe es rojo, se expande más y más –en
esta noche desaparecen el recuerdo y la blasfemia–, ya no hay presentimiento de
dolor, la ira ajena se difumina con la oscuridad, dónde está mi extinción. ¿Es
posible resistir demasiado? ¿Un cuerpo puede soportar demasiado? ¿Existe alguna
posibilidad?, y aunque la probabilidad se direccione a lapidar negativamente, puedo
resistirme a afirmarlo, e ir contra la lógica, y esputar mi resistencia. Negarme
a perder.
El mar rojo cesa su avance. Los golpes sobre los
golpes acercan a esta realidad una ilusión paria, morir. Tendido a flote en la
superficie de este mar, lentamente me adentro a las profundidades, rígido como
metal. El calor lentamente me cobija, este mar es cálido. Alrededor se
desangra. No necesito respirar. Naturalmente, en un ambiente desolado, lo único
que te puede detener es la fatiga. Las energías se pierden en unos y la vida en
otros. Aparentemente así ocurre de ordinario. Realidad adversa aquí, pero
disimulada. Lentamente aguarda, resistiendo, reteniendo, como un volcán apunto,
y el magma queriendo salir, espera a que se aparten un poco más, y desde ese
rojo bulle la escarlata.
Un dibujo trazado por líneas rojas, en un principio.
El artista retrocede para ver con amplitud todo el panorama, línea tras línea,
figuras informes de hombres rodeando algo, denota violencia la posición de sus
cuerpos. Todo ha sido trazado con rojo. En un acto impulsivo. Las estrellas y
el cielo que las guardan, los edificios y sus ventanas, las calles con sus
muros y postes, rojos. Los zapatos, el cabello y las miradas, rojos. Pero a
pesar de la intensidad del color, no conmueve. La pintura está muerta. Un par
de vasos de ron, algo de tiempo, y el temperamento febril toma el amarillo y
empieza a dar vida.
–Dejémoslo, ya no tiene importancia.
–¿Estará muerto?
–Claro que sí, ¿Tú crees que aún podría seguir
viviendo?
–No lo sé… pero él es un tipo grande.
–Fíjate, ya está poniéndose tieso.
–¿Y eso que quiere decir?
–Que está muerto m u e r t o, idiota.
–El maldito costó trabajo.
–Vayámonos de aquí.
–Les invito unas cervezas, traigo suficiente para unas
cuantas.
–¿Y también cigaretas?
–También.
Sumergido a salvo de todo, indolente, vacío y a la
deriva, corroído por una sensación confortante que podría describirse como
alivio, pero no lo es; y después toda aquella rara sensación termina de pronto,
cuando una bola, al parecer, sube desde el centro hasta mi boca, emergiendo, esputando
algo febril escarlata. De regresó por completo y desnudo al dolor.
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