La
cita
—Cállese. No me deja concentrar, y si no me concentro, no podré ayudarlo... ahora usted cálmese, no tiene por qué seguir extasiado, cálmese, relájese, cálmese, relájese... y ahora Gerardo, cuénteme...
—Era de mañana y al parecer me había quedado dormido y no disponía de tiempo para desayunar y arreglarme bien antes de ir al colegio, mis padres no estaban en casa, no había nadie en casa, como si no fuera mi realidad; cogí la mochila del escritorio, bebí algo de refresco sobrante del día anterior y salí apresurado para el colegio. No encontré a nadie en el patio, a ningún auxiliar, ni el portero, me dirigí a clase y, había pocos chicos que no notaron de mi presencia ni mi llegada, seguían viendo la pizarra donde el profesor de arte hacía trazos extrañísimos, precisos, simples, que adoptaban figuras reales que me quedé anonadado.
—¿Qué no entendía? ¿Los dibujos?
—El día estaba púrpura, el profesor dibujaba tranquilamente ausente de nosotros. El aire a cada momento se sentía gélido al entrar por la nariz, aunque no hacía frío. Magda debía estar en la clase de enfrente, necesitaba verla, sentía tristeza e incertidumbre. Necesitaba besarla, respirar su pelo con aroma a heno, tocar su mano, sentir su tacto, para que deje de ser tacto. Por el pasillo busque su puerta, y no había puerta, ni puertas. El corredor me llevó a otro corredor donde convergían una serie indefinida de escaleras. La ultima escalera del pasadizo me llevó dentro de su aula, todos los alumnos estaban mirando sus cuadernos, sus libros, había demasiada luz que hería la vista, de nuevo por el corredor buscándola dentro de otra aula no la encontré, la intranquilidad me clavaba un punzón frío en la frente, salí de una y otra aula, varias veces. No importaba que no estuviera, no importaba que hubiera algo extraño, nadie estaba. Magda. La belleza de esta adolescente mayor que yo, me gustaba. No pude encontrarla. Raras veces ella aparece delicada, encantadora como una caricia que uno no quisiera dejar de sentir y que termine. La escalera me llevó a los balcones. Los alumnos se lanzaban de los balcones en su intento de volar, algunos fracasaban y los otros felices ascendían inalterablemente, llamando a los demás para que no dejen de intentarlo… preferí regresar a la busca de no recuerdo qué, siguiendo un rastro vago que el aire traía. El cielo era cada vez más tinto y menos cielo. Caminando sin detenerme persiguiendo un aroma que era cada vez más fuerte, extraño, las calles estaban húmedas, y hacía frío y mis ropas se humedecían. Necesitaba saber qué era tal perturbación, necesitaba reconocer el día, recordar si pude aprender a volar por el balcón como los demás, o darme cuenta de que no había ascendido, repetirme varias veces un nombre de mujer, y saber que no me conoce, corroborar que me sonríe cuando la veo cautivado, y jamás poder pronunciar su nombre. Recuerdo el primer corredor, la primera aula, un dibujo tridimensional de una locomotora y un oso. No recuerdo que hay después. No había luz ese día. La bombilla amarilla tiene ahora un por qué.